Distinguida en Francia y Bélgica con los galardones más prestigiosos, La vida verdadera ha conquistado a los lectores europeos gracias a su poderosa voz narrativa, la frescura de su estilo y una historia palpitante con las dosis precisas de ternura, desasosiego y humor. Una primera novela que para las generaciones más jóvenes se ha convertido en un manual de supervivencia en un ambiente hostil.
En la década de los noventa, una niña de once años reside con su familia en la Demo, una lóbrega urbanización de «una cincuentena de chalets grises alineados como lápidas». En su casa hay cuatro habitaciones: la suya, la de su hermanito Gilles, la de sus progenitores y «la de los cadáveres», ocupada por los trofeos de caza de un padre cuyos imprevisibles ataques de ira han convertido a la madre, a los ojos de la niña, en una «ameba». El único apoyo afectivo de esta muchacha de imaginación desbordante, dotada de un talento innato para las matemáticas y la física, es el pequeño Gilles, de seis años. Juntos esperan cada día la llegada de la camioneta de los helados mientras juegan entre coches abandonados o visitan a Monica, una excéntrica cuentacuentos del vecino bosque de los Colgaditos. Un día cualquiera, sin embargo, un brutal accidente destruye su mundo y ya nada volverá a ser lo mismo.
Ácida, implacable y divertida, La vida verdadera nos atrapa desde la primera línea por el impacto emocional de la historia y la sorprendente madurez de la protagonista, una niña obligada a crecer en un entorno del que es imposible salir indemne.